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EZEQUIEL EZEQUIEL

EZEQUIEL
INTRODUCCIÓN
Cuando se considera la magnitud de la catástrofe que se abatió sobre el reino de Judá en el 586 a.C., resulta asombroso que el pueblo de Israel no haya desaparecido de la historia como tantas otras naciones del antiguo Oriente. Jerusalén fue arrasada, el templo incendiado y buena parte de la población llevada al exilio (2$R 25.8-11). Abrumados por la desgracia, algunos israelitas ponían en duda la justicia divina (Ez 18.2); otros se hundían en la desesperanza, pensando que todo había terminado para Israel como nación (37.11); otros, en fin, suplicaban la misericordia divina sin llegar a ver el término de sus padecimientos (Lm 1.20-21).
Esta crisis debió agravarse todavía más cuando los deportados a Babilonia, arrancados de su suelo patrio, entraron en contacto con aquel gran centro político y cultural, y se vieron rodeados de un esplendor y un poderío insólitos. Frente a tanta magnificencia, su propia cultura debió parecerles en extremo pobre y atrasada. No es de extrañar, pues, que muchos exiliados se adaptaran, tal vez con resignación al comienzo, y después de buena gana, a las nuevas condiciones de vida en el país del exilio.
Sin embargo, no todos los deportados aceptaron sin más la idea de quedarse a vivir para siempre en Babilonia. El territorio de Israel era para ellos mucho más que un lugar como cualquier otro: era la Tierra prometida a la descendencia de Abraham y el sitio donde se encontraba la Ciudad de Dios (véase Sal 46$n.). Este recuerdo mantenía vivo el deseo de retornar a Jerusalén (cf. Sal 137), para reconstruir el templo destruido e impedir que el pueblo de Israel se desintegrara en medio de naciones más poderosas que él.
Entre los que más contribuyeron a mantener despierta la conciencia de los israelitas en el exilio ocupa un lugar preeminente el profeta Ezequiel, autor del libro que lleva su nombre (=Ez). Situado en el límite de un mundo ya muerto y de otro que debía nacer, su mensaje profético está lleno de evocaciones del pasado (cf. Ez 16, 20 y 23), de referencias a la situación presente (cf. 18.2,31-32) y de promesas de salvación para el futuro (caps. 36–37).
Puede afirmarse con suficiente seguridad que Ezequiel integró la columna de israelitas que fueron llevados al exilio junto con Joaquín, rey de Judá, en la llamada primera deportación a Babilonia (cf. 2$R 24.8-17). En Jerusalén, antes de partir para el destierro, había sido sacerdote en el culto del templo; pero un día, mientras estaba a orillas del río Quebar, en Babilonia (Ez 1.1-3), tuvo una deslumbrante visión que cambió por completo su vida: el Dios de Israel lo llamó a ejercer la misión profética, y a partir de aquel momento fue el portavoz del Señor en medio de los deportados (3.10-11). Su actividad se extendió por lo menos hasta el 571 a.C., pues ninguno de sus mensajes lleva una indicación cronológica posterior a esa fecha.
En la primera parte de su ministerio, cuando Jerusalén aún no había sido destruida, Ezequiel anunció incansablemente que la ruina de la ciudad era ya inevitable (9.8-10). La imagen del matrimonio y del adulterio, heredada de Oseas y de Jeremías, le sirvió para resumir la historia de Israel como una historia de infidelidades e idolatrías. Jerusalén era el lugar donde más se había concentrado el pecado (caps. 8–12); era una ciudad llena de crímenes, y la justicia de Dios no podía dejarla sin castigo (cap. 22). Además, para hacer que su mensaje penetrara más profundamente en aquel auditorio muchas veces rebelde y escéptico, el profeta realizaba extrañas acciones simbólicas (caps. 4–5), ininteligibles para sus destinatarios, que se veían obligados a preguntarle: Explícanos qué significa para nosotros eso que estás haciendo (24.19; cf. 12.9). (Véase Jer 13.1-11$n.)
Cuando la caída de Jerusalén confirmó la verdad de sus anuncios proféticos (cf. Ez 33.21-22), Ezequiel debió gozar de un prestigio incuestionable entre los exiliados a Babilonia. Su hermosa voz y sus aptitudes musicales (cf. 33.32) debían ejercer una especial fascinación en el espíritu de sus compatriotas. Su misión consistió entonces, sobre todo, en preparar a sus hermanos de exilio para la futura restauración, haciéndoles comprender el verdadero motivo de aquella catástrofe (36.16-19).
Los temas de su predicación en esta segunda etapa son de una gran riqueza doctrinal. Ezequiel ya no anunció la inminencia del castigo, sino la llegada de la salvación. El pueblo disperso iba a ser congregado y llevado de nuevo a la Tierra prometida (34.13; 36.24). El mismo Señor lo apacentaría, como un pastor apacienta sus ovejas, y lo haría descansar en los mejores pastizales (34.14-15). Particularmente significativo es el lenguaje utilizado por el profeta para referirse a la total transformación que iba a realizar el Señor en el pueblo rescatado del exilio: Os lavaré con agua pura...; pondré en vosotros un corazón nuevo y un espíritu nuevo. Quitaré de vosotros ese corazón duro como la piedra y os pondré un corazón dócil. Pondré en vosotros mi espíritu y haré que cumpláis mis leyes y decretos; viviréis en el país que di a vuestros padres, y seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios (36.25-28).
Entre estas dos secciones se intercalan los mensajes contra las naciones (caps. 25–32). Los paganos, instrumentos momentáneos de la ira divina, sufrirían a su vez el castigo merecido por su exceso de soberbia y de crueldad. Estos mensajes sirven de preludio a la gran visión final, que describe el nuevo templo de Jerusalén en medio de la nación totalmente purificada y renovada (caps. 40–48).
Se ha afirmado con razón que en la persona de Ezequiel convivían muchas almas: era sacerdote y profeta, contemplativo y hombre de acción, poeta inspirado y razonador sutil, heraldo de ruina y profeta de salvación. Esta rica personalidad explica la riqueza y complejidad de su mensaje. Su condición de sacerdote se manifiesta en la preocupación por el templo del Señor (10.18-22; 43.1-12), en el horror por las impurezas rituales (4.14) y en el cuidado por distinguir lo sagrado de lo profano (45.1-6). Pero ese sacerdote era al mismo tiempo profeta, y tenía clara conciencia de haber sido puesto como centinela de Israel en uno de los momentos más críticos de su historia (3.16-21). Por otra parte, algunos pasajes de Ezequiel anticipan los temas y el estilo de la literatura apocalíptica (cf. caps. 37–39). Sus grandiosas visiones preparan las de Daniel, y no es extraño que el Apocalipsis de Juan se refiera con frecuencia a sus escritos.
La presencia de un profeta como Ezequiel contribuyó en gran medida a que el exilio en Babilonia fuera uno de los periodos más ricos y fecundos en la historia de Israel. Ezequiel, como antes Oseas, compara el exilio con una vuelta al desierto, de la que Israel debía salir purificado (20.35-37). Antiguamente, antes de entrar en la Tierra prometida, el pueblo de Dios había pasado por el desierto; ahora, del desierto del exilio, ese pueblo saldría renovado. La prueba era mucho más que un medio de purificación; era también una experiencia espiritual que le permitía acceder a un renacimiento más profundo.
El libro de Ezequiel consta de las partes siguientes:
I. Llamamiento del profeta (1–3)
II. Predicación de Ezequiel (4–24)
III. Mensajes contra las naciones (25–32)
IV. Promesas de salvación (33–39)
V. La Jerusalén futura (40–48)

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