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ECLESIASTÉS ECLESIASTÉS

ECLESIASTÉS
INTRODUCCIÓN
El libro de Eclesiastés (=Ec) es el más breve de los escritos sapienciales del AT, pero también el que encierra mayor número de enigmas. Su autor fue un “sabio” como muchos otros en el pueblo de Israel y, en cuanto tal, puso todo su empeño en buscar la verdad y en encontrar las palabras adecuadas para comunicarla (cf. Ec 12.9-10). Fue, al mismo tiempo, un pensador profundamente original, que no se contentó con aceptar ideas ya hechas, con repetir aforismos de escuela o con aprobar sin examen previo los postulados de una tradición. Como consecuencia de ello, este libro posee un conjunto de características que le asignan un sitio especial entre todos los demás escritos de la Biblia.
Ya el nombre del sabio resulta bastante enigmático. En el libro se le da el nombre de Qohelet, término derivado de la palabra hebrea qahal (“asamblea”) y que designa probablemente un oficio o función. De ahí que Qohelet signifique algo así como “encargado de reunir a la asamblea y dirigirle la palabra”.
Este sentido se ve confirmado por la versión griega del AT llamada Septuaginta (LXX): en ella, el nombre de Qohelet se traduce por Eclesiastés. Este vocablo está vinculado con la palabra ekklesía, que en griego significa “asamblea”; por eso, Eclesiastés equivale, aproximadamente, a “orador público” o “predicador”. De hecho, El Predicador es el título que se suele dar a este libro en algunas lenguas modernas, si bien es preciso notar que en la Biblia hebrea el término Qohelet aparece unas veces con artículo y otras sin él, es decir, como designación profesional (12.8; cf. 7.27) y como nombre propio (1.12; 12.9) respectivamente. En la presente versión no se hace tal distinción.
Sin embargo, más que a un discurso pronunciado ante una asamblea, el libro se parece a un diálogo del autor consigo mismo. En esa especie de debate interior, él suele contraponer realidades opuestas, tales como la vida y la muerte, la sabiduría y la necedad, la riqueza y la indigencia, el despotismo y la absoluta falta de poder. Lo que más se acentúa en esta contraposición es el aspecto negativo de la realidad, pero nunca se llega hasta el extremo de negar totalmente lo que la vida tiene de positivo. Así, Eclesiastés reconoce que en cada ámbito de la existencia y de la experiencia humanas –ya sea en el trabajo, el placer, la familia, la propiedad e, incluso, en la sabiduría– hay muchos aspectos de suma importancia (cf. 2.11,13). Y sin embargo, todas esas cosas tienen un valor muy relativo, ya que ninguna de ellas, y ni siquiera todas juntas, son capaces de colmar por completo los anhelos más profundos del corazón humano (véase 1.18$n.).
La pregunta que más inquieta a Eclesiastés es la relativa al sentido de la vida. Él se pregunta concretamente qué provecho saca el hombre de todos los trabajos que realiza en este mundo (1.3) y qué es lo que debe saber y hacer para vivir una vida plenamente lograda. Y no se contenta con respuestas parciales, sino que pretende formarse un juicio total y definitivo acerca del valor y el sentido de la existencia humana sobre la tierra.
Con el fin de obtener una respuesta a esta pregunta fundamental, va analizando sistemáticamente las distintas actividades que podrían asegurarle el logro de esa meta, como, por ejemplo, la búsqueda del placer (2.1), la adquisición de mucha sabiduría (1.13), o la realización de grandes obras (2.4). Pero esta encuesta resulta en definitiva decepcionante, ya que al término de sus muchos esfuerzos lo único que puede decir es que todo es vana ilusión (1.1-2; 12.8) y como querer atrapar el viento (2.11); porque la “obra” que Dios realiza en el mundo es un misterio impenetrable para los seres humanos, y la sabiduría ofrece una ayuda muy precaria cuando se intenta descorrer el velo del misterio (3.11 nota$ f).
Eclesiastés ha querido descifrar el enigma de la existencia y descubrir el sentido de las cosas con total independencia de juicio, apoyándose exclusivamente en su propia experiencia y en sus propios razonamientos. Esta actitud crítica lo llevó a distanciarse del sereno optimismo del libro de Proverbios, y le impidió compartir la gran esperanza de los profetas hebreos, o llegar a la fe en la resurrección (cf. Dn 12.1-13; 1$Co 15).
Sin embargo, es preciso reconocer que la Biblia quedaría empobrecida si le faltara este libro extraordinario. La implacable honestidad con que Eclesiastés analiza los hechos y critica los lugares comunes es el correctivo necesario de toda fe inmadura o poco reflexiva. Él obliga a sus lectores a mirar sin ilusiones la oscuridad en la que están sumergidos y a examinar con gran libertad de espíritu los fundamentos de sus creencias. En este sentido, la lectura de Eclesiastés ofrece una buena oportunidad para crecer y madurar en la fe.
El texto no proporciona datos lo bastante precisos como para permitir fijar con exactitud la fecha en que fue redactado. El nombre de Salomón no aparece en el libro, pero se alude a él en expresiones como hijo de David (Ec 1.1) y rey de Israel en Jerusalén (1.12). Esta referencia al sabio de Israel por excelencia, confería autoridad al texto. Pero el hebreo utilizado por el autor y las ideas que expresa parecen indicar que la obra fue escrita hacia mediados o fines del siglo$III a.C., cuando la cultura helenística comenzaba a difundirse ampliamente por todo el próximo Oriente. De todas maneras, como sucede con el libro de Job, no es indispensable conocer la fecha de composición para apreciar en profundidad el contenido de la obra.
El siguiente esquema presenta las partes en que puede dividirse el libro:
I. Experiencias del Predicador (1–2)
II. Una visión de la vida (3.1–12.8)
III. Epílogo (12.9-14)

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