La experiencia del Espíritu

En el día de Pentecostés, en Hechos 2, sucede algo increíble: los discípulos estaban todos reunidos juntos, cuando de repente llegó un sonido del cielo, como de un viento fuerte, que llenó toda la casa. Luego aparecieron lenguas como de fuego que se posaron sobre cada uno de ellos, y todos fueron llenos del Espíritu Santo. Comenzaron a hablar en lenguas que no conocían, alabando a Dios.

Esto no fue solo un espectáculo extraordinario, sino el inicio de algo profundo: la experiencia del Espíritu Santo.

El Espíritu no es una fuerza abstracta, es la presencia viva de Dios en nosotros. Cuando nos toca, enciende una luz dentro del corazón. Trae paz, la verdadera, que no depende de cómo vayan las cosas afuera. Trae gozo, ese que no se apaga ni siquiera en los momentos difíciles. Es como si nuestro corazón se diera cuenta, finalmente, de que puede confiar. Y entonces nos dejamos llevar, como un niño en los brazos del Padre.

El Espíritu Santo nos cambia. Nos hace sentir cerca de Dios, uno con Él. Ya no está solo “allá arriba”, sino que está con nosotros, dentro de nosotros. Es la experiencia que nos hace pasar de la religión a la relación. No es solo saber algo sobre Dios, es conocerlo de verdad, amarlo y dejarse amar.

Es un renacer. Cosas dentro de nosotros que estaban muertas – la esperanza, la fe, las ganas de vivir – vuelven a la vida. Ya no somos prisioneros del pasado, del pecado, de la culpa. El Espíritu nos libera. Es como si respiráramos por primera vez.

En aquel día de Pentecostés, personas de todas partes del mundo escucharon hablar de Dios en su propio idioma. El Espíritu une, no divide. Nos hace parte de algo más grande. Nos hace iglesia, nos hace familia.

Y todo comienza desde ahí: dejarse tocar. Abrir el corazón. Y decir: “Espíritu Santo, ven también sobre mí”.