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Desafíos De La Nueva GeneraciónMuestra
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De las numerosas caricaturas que tiene la doctrina de la Sola Escritura en las iglesias de nuestros días, quizás la más reconocible sea esa manifestación que a menudo se nombra como literalismo, biblicismo o incluso bibliolatría. Es el deseo de refugiarnos en la inerrancia e infalibilidad de las verdades de la Biblia, leída de una forma estrictamente literal, sin consideraciones por el contexto histórico, la intención teológica del pasaje o los géneros literarios.
Como si fuera un manual de instrucciones para operar un electrodoméstico, capturamos versículos aislados de la Escritura y los teletransportamos sin escalas a nuestra propia vida para confirmar ideas, decisiones y teorías.
Es cierto que los reformadores creían que la Palabra de Dios era el disparador inicial y la autoridad final de toda su teología. No obstante, no se debe confundir sencillamente esa Palabra de Dios con la Biblia. Los primeros versículos del cuarto Evangelio dicen: «En el principio la Palabra ya existía. La Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios. El que es la Palabra existía en el principio con Dios» (1:1,2). A la luz de esta afirmación, los reformadores enseñaron que la Palabra de Dios es, en sentido estricto, Dios mismo, la segunda persona de la Trinidad, el Verbo que se hizo carne y habitó entre nosotros.
Quizás no haya una definición más clara del biblicismo literalista que esas palabras de Jesús ante algunos líderes judíos. Aunque eran expertos en el texto, eran ciegos a la presencia de Dios: «Ustedes estudian las Escrituras a fondo porque piensan que ellas les dan vida eterna. ¡Pero las Escrituras me señalan a mí! Sin embargo, ustedes se niegan a venir a mí para recibir esa vida» (Jn. 5:39, 40). ¡Cuántos creyentes siguen todavía hoy estudiando las Escrituras a fondo porque piensan que ellas les dan vida eterna!
La Biblia es Palabra de Dios porque a través de ella Jesucristo es revelado a nosotros. La Reforma no quiso convertir a la Biblia en un papa de papel: un nuevo dispositivo teológico con atributos de infalibilidad, útil para justificar cualquier dogmatismo o idea. No es en la literalidad de las Escrituras donde encontramos la autoridad divina, sino en la revelación de Cristo que la Biblia manifiesta.
La Biblia no es la vida y no es tampoco un fin en sí misma. Su propósito es señalar al dador de la vida y a fin de todas las cosas: a Cristo. Si alguien lee la Biblia, pero no encuentra allí a Cristo, en realidad ha leído palabras sobre Dios, pero no ha entendido la Palabra de Dios porque Jesús es el centro, el objeto de interpretación y la finalidad de la Biblia.
Escrituras
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