Esperando incluso cuando parecía cerrado el camino a la esperanza, creyó Abrahán que llegaría a convertirse en padre de muchos pueblos, según lo que Dios le había prometido: Así será tu descendencia. Y no vaciló en su fe, aun siendo consciente de que su cuerpo carecía ya de vigor —tenía casi cien años— y de que el seno de Sara era ya incapaz de concebir. Lejos de hacerle caer en la incredulidad, la promesa de Dios robusteció su fe. Reconoció así la grandeza de Dios y manifestó su plena convicción de que Dios tiene poder para cumplir lo que promete. Esto precisamente fue lo que le valió para ser justificado. Y cuando dice la Escritura «le valió» no se refiere únicamente a Abrahán, sino también a nosotros a quienes «nos valdrá» igualmente, a nosotros que creemos en el que resucitó a Jesús, nuestro Señor, a quien Dios entregó a la muerte por nuestros pecados y resucitó para ser nuestra salvación.
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