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DÍA 179 DE 181

El soldado herido La batalla había sido dura. El enemigo había usado toda su artillería y el joven soldado miraba una y otra vez su uniforme, que no era más que un montón de harapos. Su cuerpo magullado y lleno de heridas, a tal punto que apenas podía mover sus piernas. De los brazos sólo conservaba uno y sus ojos también habían sufrido los rigores de la batalla. Pero aún peor que sus heridas, era el sentimiento de haber luchado para nada. Sí, para nada porque el enemigo había ganado esa batalla. En ese momento, al soldado no lo consolaba que hubiese sido solo una derrota temporal y que probablemente la guerra la ganarían los suyos. Para él, todo estaba perdido. Se sentía inútil. No volvería a presentarse ante su Capitán. ¿Cómo podría hacerlo si no respondió como debía a la confianza que habían puesto en él? Había perdido y eso es algo que un soldado no puede darse el lujo de hacer. Se abandonaría hasta morir en el campo, eso era mejor que presentarse como un derrotado. ¿Y quién sabe si a lo mejor, al llegar derrotado podrían castigarlo? Al fin y al cabo la misión de un soldado es ganar todas las batallas, no perderlas. Cuando más le daba vueltas a esos pensamientos, una voz amiga lo interrumpió. Era su amigo, su compañero de batallas, quien con mucho cuidado lo tomó y con ayuda de otros lo pusieron en una camilla mientras le decía: Tiene que verte el Capitán, se va a alegrar mucho cuando te vea, además, se va a encargar de correr con todos los gastos de tu curación. Seguro que hasta te dará una medalla. El soldado no podía creer lo que el amigo le decía e insistía en contar que había perdido la batalla. Pero no le quedó más opción que aceptar ver al Capitán. Al día siguiente, recibió la visita esperada en el hospital. El Capitán al verlo, corrió, lo abrazó con fuerza pero con cuidado de no lastimarlo, pasando por alto los rigores de la disciplina militar. - Es usted un gran héroe, querido amigo. Voy a proponerlo para la medalla al mérito militar. Usted ha defendido su posición con uñas y dientes. Ahora ganó el enemigo, pero no se preocupe que la victoria final será nuestra. Olvídese de sus heridas. Sanarán. Siento mucho lo de su brazo…. Le pondremos uno ortopédico. No podrá volver al mismo puesto pero estará en la retaguardia conmigo, dirigiendo las escaramuzas. Si no hubiera luchado, entonces sería un desertor, pero luchó hasta el final. El soldado, visiblemente conmovido apenas podía articular palabra. Al igual que el soldado, de la historia de Maité Parga, podemos estar en medio de una gran batalla y por más que damos todo lo mejor de nosotros, la artillería del enemigo nos puede haber herido gravemente. Entonces pensamos que es mejor dejarnos morir, nos sentimos avergonzados por haber fallado, o bien que nuestro esfuerzo no ha valido la pena. Pero ahí, cuando sentimos que ya nada tiene sentido, cuando estamos heridos, decepcionados de nosotros mismos, viene Dios a encargarse de nuestras heridas, a recordarnos que sólo es una batalla más, pero que la victoria final la tenemos asegurada. Lo importante es que luchemos, que peleemos la batalla y que si estamos heridos, corramos a los brazos del único que puede sanarnos. Que nuestras fallas no nos alejen de Dios, que el enemigo no use la vergüenza que sentimos o la decepción para dejarnos morir, sino que vayamos confiados ante nuestro Capitán y nos presentemos con nuestras heridas y la ropa hecha harapos. Dios nunca dejará a uno de sus hijos herido, a Él le interesa cómo peleamos, cuánto nos esforzamos, no los resultados de una batalla. Lo que le interesa es que lleguemos firmes hasta el final de la guerra. Ana María Frege Issa Coordinadora Call Center

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