Juan el Bautista

En una ocasión, Jesús se refirió a Juan el Bautista como una antorcha que ardía y alumbraba. Preguntémonos ¿por qué era Juan una antorcha que ardía, según declaró el Señor? La respuesta la encontramos en su propia vida, la cual dejaba ver el fuego santo que había en su alma.

Ese fuego le permitió abstenerse de las comodidades que pudo haber tenido como hijo del sacerdote, y le llevó a morar en el desierto, preparando todo su ser para el ministerio tan retante que Dios había puesto en sus manos. Había un camino que preparar para el Cordero de Dios y un pueblo que llamar al arrepentimiento. Con ese fuego en su corazón pudo alumbrar a todos los que se acercaron, un fuego que ardió en él con tal fuerza, que le permitió servir a Dios hasta la muerte.

La voluntad de Dios es que nuestros corazones ardan con el fuego del Espíritu que está en nosotros. Siendo que Dios no nos da el Espíritu por medida, no hay razón alguna por la que unos tengamos menos ardor del corazón que otros. Sin embargo, esa es la realidad. Hay quienes tienen un fuego que arde y alumbra mientras otros sólo tienen un pábilo que humea.

El deseo de nuestro corazón debe ser que el Espíritu Santo encienda en nosotros una llama ardiente, que no solo nos santifique para que agrademos al Padre, sino que nos lleve a una vida de servicio que dé honra y gloria a su nombre. Ese es el deseo del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. ¿No debe ser también el nuestro?

Padre, anhelamos arder en el fuego de tu Espíritu Santo. Aviva en nosotros el fuego divino para que vivamos apasionados por las cosas de arriba y rindamos con amor nuestras vidas a tu servicio.