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LUCAS 2:1-38

LUCAS 2:1-38 BLP

Augusto, el emperador romano, publicó por aquellos días un decreto disponiendo que se empadronaran todos los habitantes del Imperio. Este fue el primer censo que se hizo siendo Cirino gobernador de Siria. Todos tenían que ir a empadronarse, cada uno a su ciudad de origen. Por esta razón, también José, que era descendiente del rey David, se dirigió desde Nazaret, en la región de Galilea, a Belén, la ciudad de David, en el territorio de Judea, para empadronarse allí juntamente con su esposa María, que se hallaba embarazada. Y sucedió que, mientras estaban en Belén, se cumplió el tiempo del alumbramiento. Y María dio a luz a su primogénito; lo envolvió en pañales y lo puso en un pesebre, porque no había lugar para ellos en el mesón. En unos campos cercanos había unos pastores que pasaban la noche a la intemperie cuidando sus rebaños. De pronto, se les apareció un ángel del Señor y el resplandor de la gloria de Dios los llenó de luz de modo que quedaron sobrecogidos de temor. Pero el ángel les dijo: —No tengáis miedo, porque vengo a traeros una buena noticia, que será causa de gran alegría para todo el pueblo. En la ciudad de David os ha nacido hoy un Salvador, que es el Mesías, el Señor. Esta será la señal para que lo reconozcáis: encontraréis al niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre. En aquel mismo instante apareció junto al ángel una multitud de otros ángeles del cielo, que alababan al Señor y decían: —¡Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres que gozan de su favor! Luego los ángeles volvieron al cielo, y los pastores se decían unos a otros: —Vamos a Belén, a ver eso que ha sucedido y que el Señor nos ha dado a conocer. Fueron a toda prisa y encontraron a María, a José y al recién nacido acostado en el pesebre. Al verlo, contaron todo lo que el ángel les había dicho acerca del niño. Y todos cuantos escuchaban a los pastores se quedaban asombrados de lo que decían. María, por su parte, guardaba todas estas cosas, meditándolas en lo íntimo de su corazón. Los pastores se volvieron dando gloria a Dios y alabándolo por lo que habían visto y oído, pues todo había sucedido tal y como se les había anunciado. A los ocho días llevaron a circuncidar al niño, y le pusieron por nombre Jesús, el nombre que el ángel le puso antes de ser concebido. Más tarde, pasados ya los días de la purificación prescrita por la ley de Moisés, llevaron al niño a Jerusalén para presentárselo al Señor, cumpliendo así lo que dispone la ley del Señor: Todo primogénito varón ha de ser consagrado al Señor, y para ofrecer al mismo tiempo el sacrificio prescrito por la ley del Señor: una pareja de tórtolas o dos pichones. Por aquel entonces vivía en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso que esperaba la liberación de Israel. El Espíritu Santo estaba con Simeón y le había hecho saber que no moriría antes de haber visto al Mesías enviado por el Señor. Guiado por el Espíritu Santo, Simeón fue al Templo cuando los padres del niño Jesús llevaban a su hijo para hacer con él lo que ordenaba la ley. Y tomando al niño en brazos, alabó a Dios diciendo: Ahora, Señor, ya puedo morir en paz, porque has cumplido tu promesa. Con mis propios ojos he visto la salvación que nos envías y que has preparado a la vista de todos los pueblos: luz que se manifiesta a las naciones, y gloria de tu pueblo Israel. Los padres de Jesús estaban asombrados de lo que Simeón decía acerca del niño. Simeón los bendijo y anunció a María, la madre del niño: —Mira, este niño va a ser causa en Israel de que muchos caigan y otros muchos se levanten. Será también signo de contradicción puesto para descubrir los pensamientos más íntimos de mucha gente. En cuanto a ti, una espada te atravesará el corazón. Había también allí una profetisa llamada Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana que en su juventud había estado casada siete años, y permaneció luego viuda hasta los ochenta y cuatro años de edad. Ahora no se apartaba del Templo, sirviendo al Señor día y noche con ayunos y oraciones. Se presentó, pues, Ana en aquel mismo momento alabando a Dios y hablando del niño a todos los que esperaban la liberación de Jerusalén.

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