Y... ¿Dónde Están Los Otros Nueve?Muestra

La Gratitud que Sana: Una Lección desde el Límite del Dolor
“Y al entrar en una aldea, le salieron al encuentro diez hombres leprosos, los cuales se pararon de lejos" (Lucas 17:12).
Jesús iba en camino a Jerusalén, sabiendo que su hora se acercaba. Cada paso lo acercaba al momento más trascendental de su misión: su pasión, muerte y resurrección. A medida que pasaba entre Samaria y Galilea, se dirigió a un pueblo no identificado. A las afueras de ese lugar, lo esperaban diez figuras sigilosas, rotas por el sufrimiento, aisladas por la sociedad, marcadas por una enfermedad que las desfiguraba tanto por fuera como por dentro: la lepra.
A primera vista, estos diez hombres eran un grupo uniforme de miserables. Pero un detalle curioso emerge del relato: uno de ellos era samaritano, mientras que los otros nueve, presumiblemente, eran judíos. En tiempos normales, jamás habrían convivido. La enemistad entre judíos y samaritanos era intensa, alimentada por años de diferencias religiosas y culturales. Pero el dolor tiene una manera de borrar divisiones. Cuando el sufrimiento es compartido, el orgullo se disuelve. En su condición, estos hombres no se definían por su origen étnico, sino por su desesperación debido a que los estaba carcomiendo la lepra.
La lepra no era solo una enfermedad física. Era un símbolo de rechazo total. No solo era dolorosa, progresiva y contagiosa, sino que implicaba una separación radical de la comunidad, de la familia, del culto, de la esperanza. El leproso era considerado impuro. Por ley, debía mantenerse a 100 pasos de las personas sanas, y al acercarse a alguien, tenía que gritar: “¡Inmundo, inmundo!”.
Imagínalo: dedos deformes, miembros perdidos, carne en proceso de descomposición. No había hospitales, ni subsidios del Estado, ni campañas de inclusión. Su refugio era el olvido. Vivían como parias, mendigando entre basuras, sobreviviendo de la compasión escasa de quienes pasaban de lejos. Sus chozas improvisadas eran hechas de lo que encontraban: ramas, trapos sucios, trozos de lona. Sus cuerpos dolían, pero el alma dolía más: el recuerdo de los hijos a quienes no podían abrazar, la esposa cuyo rostro se iba desdibujando en la memoria, el templo al que ya no podían entrar. Todo eso, perdido.
Un clamor desde el polvo
Pero en ese día algo cambió. Desde lejos, vieron a Jesús acercarse. No podían correr hacia Él, ni tocarlo, pero sí podían clamar. Y lo hicieron:
“(...) ¡Jesús, Maestro, ten misericordia de nosotros!”
(Lucas 17:13).
Escrituras
Acerca de este Plan

Jesús iba en camino a Jerusalén, sabiendo que su hora se acercaba. Cada paso lo acercaba al momento más trascendental de su misión: su pasión, muerte y resurrección. A medida que pasaba entre Samaria y Galilea, se dirigió a un pueblo no identificado. A las afueras de ese lugar, lo esperaban diez figuras sigilosas, rotas por el sufrimiento, aisladas por la sociedad, marcadas por una enfermedad que las desfiguraba tanto por fuera como por dentro: la lepra.
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