Acuérdate que mi vida es un soplo,
Y que mis ojos no volverán a ver el bien.
Los ojos de los que me ven, no me verán más;
Fijarás en mí tus ojos, y dejaré de ser.
Como la nube se desvanece y se va,
Así el que desciende al Seol no subirá;
No volverá más a su casa,
Ni su lugar le conocerá más.
Por tanto, no refrenaré mi boca;
Hablaré en la angustia de mi espíritu,
Y me quejaré con la amargura de mi alma.
¿Soy yo el mar, o un monstruo marino,
Para que me pongas guarda?
Cuando digo: Me consolará mi lecho,
Mi cama atenuará mis quejas;
Entonces me asustas con sueños,
Y me aterras con visiones.
Y así mi alma tuvo por mejor la estrangulación,
Y quiso la muerte más que mis huesos.
Abomino de mi vida; no he de vivir para siempre;
Déjame, pues, porque mis días son vanidad.
¿Qué es el hombre, para que lo engrandezcas,
Y para que pongas sobre él tu corazón,
Y lo visites todas las mañanas,
Y todos los momentos lo pruebes?
¿Hasta cuándo no apartarás de mí tu mirada,
Y no me soltarás siquiera hasta que trague mi saliva?
Si he pecado, ¿qué puedo hacerte a ti, oh Guarda de los hombres?
¿Por qué me pones por blanco tuyo,
Hasta convertirme en una carga para mí mismo?
¿Y por qué no quitas mi rebelión, y perdonas mi iniquidad?
Porque ahora dormiré en el polvo,
Y si me buscares de mañana, ya no existiré.