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HECHOS 21:5-40

HECHOS 21:5-40 Nueva Versión Internacional - Español (NVI)

Pero al cabo de algunos días, partimos y continuamos nuestro viaje. Todos los discípulos, incluso las mujeres y los niños, nos acompañaron hasta las afueras de la ciudad, y allí en la playa nos arrodillamos y oramos. Luego de despedirnos, subimos a bordo y ellos regresaron a sus hogares. Nosotros continuamos nuestro viaje en barco desde Tiro y arribamos a Tolemaida, donde saludamos a los hermanos y nos quedamos con ellos un día. Al día siguiente salimos y llegamos a Cesarea, y nos hospedamos en casa de Felipe el evangelista, que era uno de los siete; este tenía cuatro hijas solteras que profetizaban. Llevábamos allí varios días cuando bajó de Judea un profeta llamado Ágabo. Este vino a vernos, tomó el cinturón de Pablo, se ató con él de pies y manos, entonces dijo: —Así dice el Espíritu Santo: “De esta manera atarán los judíos de Jerusalén al dueño de este cinturón y lo entregarán en manos de los no judíos”. Al oír esto, nosotros y los de aquel lugar rogamos a Pablo que no subiera a Jerusalén. —¿Por qué lloran? ¡Me parten el alma! —respondió Pablo—. Por el nombre del Señor Jesús estoy dispuesto no solo a ser atado, sino también a morir en Jerusalén. Como no se dejaba convencer, desistimos, exclamando: —¡Que se haga la voluntad del Señor! Después de esto, acabamos los preparativos y subimos a Jerusalén. Algunos de los discípulos de Cesarea nos acompañaron y nos llevaron a la casa de Mnasón, donde íbamos a alojarnos. Este era de Chipre y uno de los primeros discípulos. Cuando llegamos a Jerusalén, los creyentes nos recibieron calurosamente. Al día siguiente Pablo fue con nosotros a ver a Santiago; todos los líderes religiosos estaban presentes. Después de saludarlos, Pablo relató detalladamente lo que Dios había hecho entre los no judíos por medio de su ministerio. Al oírlo, alabaron a Dios. Luego dijeron a Pablo: «Ya ves, hermano, cuántos miles de judíos han creído, y todos ellos siguen aferrados a la Ley. Ahora bien, han oído decir que tú enseñas que se aparten de Moisés todos los judíos que viven entre los que no son judíos. Les recomiendas que no circunciden a sus hijos ni vivan según nuestras costumbres. ¿Qué vamos a hacer? Sin duda se van a enterar de que has llegado. Por eso, será mejor que sigas nuestro consejo. Hay aquí entre nosotros cuatro hombres que tienen que cumplir una promesa. Llévatelos, toma parte en sus ritos de purificación y paga los gastos que corresponden a la promesa de rasurarse la cabeza. Así todos sabrán que no son ciertos esos informes acerca de ti, sino que tú también vives en obediencia a la Ley. En cuanto a los creyentes no judíos, ya les hemos comunicado por escrito nuestra decisión de que se abstengan de lo sacrificado a los ídolos, de sangre, de la carne de animales estrangulados y de la inmoralidad sexual». Al día siguiente Pablo se llevó a los hombres y se purificó con ellos. Luego entró en el Templo para dar aviso de la fecha en que vencería el plazo de la purificación y se haría la ofrenda por cada uno de ellos. Cuando estaban a punto de cumplirse los siete días, unos judíos de la provincia de Asia vieron a Pablo en el Templo. Alborotaron a toda la multitud y le echaron mano, gritando: «¡Israelitas! ¡Ayúdennos! Este es el individuo que anda por todas partes enseñando a toda la gente contra nuestro pueblo, nuestra Ley y este lugar. Además, hasta ha metido a unos hombres que no son judíos en el Templo y ha profanado este lugar santo». Ya antes habían visto en la ciudad a Trófimo el efesio en compañía de Pablo, y suponían que Pablo lo había metido en el Templo. Toda la ciudad se alborotó. La gente se precipitó en masa, agarró a Pablo y lo sacó del Templo a rastras e inmediatamente se cerraron las puertas. Estaban por matarlo, cuando se le informó al comandante del batallón romano que toda la ciudad de Jerusalén estaba amotinada. Enseguida tomó algunos centuriones con sus tropas, y bajó corriendo hacia la multitud. Al ver al comandante y a sus soldados, los amotinados dejaron de golpear a Pablo. El comandante se abrió paso, lo arrestó y ordenó que lo sujetaran con dos cadenas. Luego preguntó quién era y qué había hecho. Entre la multitud cada uno gritaba una cosa distinta. Como el comandante no pudo averiguar la verdad a causa del alboroto, mandó que llevaran a Pablo al cuartel. Cuando Pablo llegó a las gradas, los soldados tuvieron que llevárselo debido a la violencia de la turba. El pueblo en masa iba detrás gritando: «¡Que lo maten!». Cuando los soldados estaban a punto de meterlo en el cuartel, Pablo preguntó al comandante: —¿Me permite decirle algo? —¿Hablas griego? —respondió el comandante—. ¿No eres el egipcio que hace algún tiempo provocó una rebelión y llevó al desierto a cuatro mil guerrilleros? —No, yo soy judío, natural de Tarso, una ciudad muy importante de Cilicia —le respondió Pablo—. Por favor, permítame hablarle al pueblo. Con el permiso del comandante, Pablo se puso de pie en las gradas e hizo una señal con la mano a la multitud. Cuando todos guardaron silencio, dijo en hebreo

HECHOS 21:5-40 Traducción en Lenguaje Actual (TLA)

Pasados los siete días decidimos seguir nuestro viaje. Todos los hombres, las mujeres y los niños nos acompañaron hasta salir del poblado. Al llegar a la playa, nos arrodillamos y oramos. Luego nos despedimos de todos y subimos al barco, y ellos regresaron a sus casas. Seguimos nuestro viaje, desde Tiro hasta el puerto de Tolemaida. Allí saludamos a los miembros de la iglesia, y ese día nos quedamos con ellos. Al día siguiente, fuimos por tierra hasta la ciudad de Cesarea. Allí nos quedamos con Felipe, quien anunciaba las buenas noticias y era uno de los siete ayudantes de los apóstoles. Felipe tenía cuatro hijas solteras, que eran profetisas. Habíamos pasado ya muchos días en Cesarea cuando llegó un profeta llamado Agabo, que venía de la región de Judea. Se acercó a nosotros y, tomando el cinturón de Pablo, se ató las manos y los pies. Luego dijo: «El Espíritu Santo dice que así atarán los judíos, en Jerusalén, al dueño de este cinturón, para entregarlo a las autoridades de Roma.» Cuando los que acompañábamos a Pablo escuchamos eso, le rogamos que no fuera a Jerusalén. También los de la iglesia de Cesarea le rogaban lo mismo. Pero Pablo nos contestó: «¡No lloren, pues me ponen muy triste! Tanto amo al Señor Jesús, que estoy dispuesto a ir a la cárcel, y también a morir en Jerusalén.» Hicimos todo lo posible para evitar que Pablo fuera a Jerusalén, pero él no quiso escucharnos. Así que dijimos: «¡Señor Jesús, enséñanos a hacer lo que nos ordenas!» Pocos días después, nos preparamos y fuimos a Jerusalén, acompañados de algunos de los miembros de la iglesia de Cesarea. Nos llevaron a la casa de un hombre llamado Mnasón, que nos invitó a quedarnos con él. Mnasón había creído en Jesús hacía mucho tiempo, y era de la isla de Chipre. Cuando llegamos a la ciudad de Jerusalén, los miembros de la iglesia nos recibieron con mucha alegría. Al día siguiente, fuimos con Pablo a visitar a Santiago, el hermano de Jesús. Cuando llegamos, también encontramos allí a los líderes de la iglesia. Pablo los saludó, y les contó lo que Dios había hecho por medio de él entre los que no eran judíos. Cuando los miembros de la iglesia oyeron eso, dieron gracias a Dios y le dijeron a Pablo: «Bueno, querido amigo Pablo, como has podido ver, muchos judíos han creído en Jesús. Pero todos ellos dicen que deben seguir obedeciendo las leyes de Moisés. Ellos se han enterado de que, a los judíos que viven en el extranjero, tú les enseñas a no obedecer la ley de Moisés, y que les dices que no deben circuncidar a sus hijos ni hacer lo que todos los judíos hacemos. ¿Qué vamos a decir cuando la gente se dé cuenta de que tú has venido? Mejor haz lo siguiente. Hay entre nosotros cuatro hombres que han hecho una promesa a Dios, y tienen que cumplirla en estos días. Llévalos al templo y celebra con ellos la ceremonia de purificación. Paga tú los gastos de ellos para que puedan raparse todo el pelo. Si haces eso, los hermanos sabrán que no es cierto lo que les han contado acerca de ti. Más bien, verán que tú también obedeces la Ley. »En cuanto a los que no son judíos y han creído en Jesús, ya les habíamos mandado una carta. En ella les hicimos saber que no deben comer carne de animales que se hayan sacrificado a los ídolos, ni sangre, ni carne de animales que todavía tengan sangre adentro. Tampoco deben practicar las relaciones sexuales prohibidas por nuestra ley.» Entonces Pablo se llevó a los cuatro hombres que habían hecho la promesa, y con ellos celebró al día siguiente la ceremonia de purificación. Después entró al templo para avisarles cuándo terminarían de cumplir la promesa, para así llevar la ofrenda que cada uno debía presentar. Cuando estaban por cumplirse los siete días de la promesa, unos judíos de la provincia de Asia vieron a Pablo en el templo. Enseguida alborotaron a la gente y gritaron: «¡Israelitas, ayúdennos! ¡Este es el hombre que por todas partes anda hablando en contra de nuestro país, en contra de la ley de Moisés, y en contra de este templo! ¡Aun a los que no son judíos los ha metido en el templo! ¡No respeta ni este lugar santo!» Dijeron eso porque en la ciudad habían visto a Pablo con Trófimo, que era de Éfeso, y pensaron que Pablo lo había llevado al templo. Toda la gente de la ciudad se alborotó, y pronto se reunió una gran multitud. Agarraron a Pablo, lo sacaron del templo, y de inmediato cerraron las puertas. Cuando estaban a punto de matar a Pablo, el jefe del batallón de soldados romanos se enteró que la gente estaba alborotada. Tomó entonces a un grupo de soldados y oficiales, y fue al lugar. Cuando la gente vio llegar al jefe y a sus soldados, dejó de golpear a Pablo. El jefe arrestó a Pablo y ordenó que le pusieran dos cadenas. Luego le preguntó a la gente: «¿Quién es este hombre, y qué ha hecho?» Pero unos gritaban una cosa, y otros otra. Y era tanto el escándalo que hacían, que el comandante no pudo averiguar lo que pasaba. Entonces les ordenó a los soldados: «¡Llévense al prisionero al cuartel!» Cuando llegaron a las gradas del cuartel, los soldados tuvieron que llevar alzado a Pablo, pues la gente estaba furiosa y gritaba: «¡Que muera!» Los soldados ya iban a meter a Pablo en la cárcel, cuando él le preguntó al jefe de ellos: —¿Podría hablar con usted un momento? El jefe, extrañado, le dijo: —No sabía que tú hablaras griego. Hace algún tiempo, un egipcio inició una rebelión contra el gobierno de Roma y se fue al desierto con cuatro mil guerrilleros. ¡Yo pensé que ese eras tú! Pablo contestó: —No. Yo soy judío y nací en Tarso, una ciudad muy importante de la provincia de Cilicia. ¿Me permitiría usted hablar con la gente? El jefe le dio permiso. Entonces Pablo se puso de pie en las gradas del cuartel, y levantó la mano para pedir silencio. Cuando la gente se calló, Pablo les habló en arameo y les dijo

HECHOS 21:5-40 Reina Valera Contemporánea (RVC)

Cumplidos los siete días, salimos de la ciudad, y todos nos acompañaron con sus mujeres y sus hijos. En la playa nos pusimos de rodillas y oramos, luego nos abrazamos unos a otros, y subimos al barco. Ellos, por su parte, volvieron a sus casas. Nosotros seguimos navegando. Salimos de Tiro y arribamos a Tolemaida; allí saludamos a los hermanos y nos quedamos con ellos un día. Al día siguiente, salimos y nos dirigimos a Cesarea; allí nos hospedamos en casa de Felipe el evangelista, que era uno de los siete y que tenía cuatro hijas doncellas que profetizaban. Durante los días que allí permanecimos, un profeta llamado Agabo llegó de Judea, pues venía a vernos. Agabo tomó el cinto de Pablo, se ató con él las manos y los pies, y dijo: «El Espíritu Santo ha dicho: “Así atarán los judíos en Jerusalén al dueño de este cinto, y lo entregarán a los no judíos.”» Al oír esto, nosotros y los de Cesarea le rogamos a Pablo que no fuera a Jerusalén. Pero Pablo respondió: «¿Por qué lloran? ¡Se me parte el corazón! Por el nombre del Señor Jesús, yo estoy dispuesto no solo a que me aten, sino a que me maten en Jerusalén.» Como no pudimos convencerlo, dejamos de insistir y le dijimos: «¡Que se haga la voluntad del Señor!» Días después hicimos los preparativos y subimos a Jerusalén. Algunos de los discípulos de Cesarea nos acompañaron; consigo llevaron a Mnasón, un antiguo discípulo de Chipre, en cuya casa nos hospedaríamos. Cuando llegamos a Jerusalén, los hermanos nos recibieron con mucho gozo. Al día siguiente entramos con Pablo en casa de Jacobo. Allí estaban reunidos todos los ancianos. Después de saludarlos, Pablo les habló de su ministerio, y con mucho detalle les contó lo que Dios había hecho entre los no judíos. Cuando ellos lo oyeron, glorificaron a Dios y le dijeron: «Hermano Pablo, ya hemos visto cuántos miles de judíos han creído, todos ellos celosos de la ley. Lo que aquí se ha sabido es que a los judíos que están entre los no judíos les enseñas a renegar de las enseñanzas de Moisés, y que les dices que no circunciden a sus hijos ni observen nuestras costumbres. ¿Qué dices a esto? Seguramente ya se sabe que has venido, así que te recomendamos hacer lo siguiente: Hay entre nosotros cuatro hombres que están obligados a cumplir un voto. Ve y purifícate con ellos, y paga para que les rasuren la cabeza. Así todos comprenderán que no es cierto lo que supieron acerca de ti, y que también tú obedeces la ley. En cuanto a los creyentes no judíos, nosotros ya les hemos escrito y les recomendamos que no observen nada de esto, sino que se abstengan solamente de comer lo que se sacrifica a los ídolos, que no coman sangre ni animales ahogados, ni incurran en libertinaje sexual.» Pablo tomó consigo a aquellos hombres, y al día siguiente se purificó con ellos y entró en el templo para dar a conocer los días cuando se cumpliría la purificación y se presentaría la ofrenda por cada uno de ellos. Cuando estaban por cumplirse los siete días, unos judíos de la provincia de Asia lo vieron en el templo, así que alborotaron a toda la multitud y lo aprehendieron, al tiempo que gritaban: «¡Varones israelitas, vengan a ayudarnos! Este es el hombre que por todas partes anda esparciendo sus enseñanzas en contra del pueblo, de la ley y de este lugar. Y no solo eso, sino que ha metido a unos griegos en el templo, con lo que ha profanado este santo lugar.» Y es que en la ciudad ya habían visto a Pablo con Trófimo, el de Éfeso, y pensaban que Pablo lo había metido en el templo. Así que había mucha inquietud en toda la ciudad; la gente se agolpó y se apoderó de Pablo, y entre todos lo sacaron del templo a rastras, y enseguida cerraron las puertas, pues querían matarlo. Pero se dio aviso al tribuno de la compañía, de que había mucho alboroto en la ciudad de Jerusalén, y este tomó soldados y centuriones, y se fue tras ellos. Cuando la gente vio al tribuno y a los soldados, dejó de golpear a Pablo. Entonces llegó el tribuno y lo aprehendió, y ordenó que lo encadenaran; luego le preguntó quién era y qué había hecho. Entre la multitud, unos gritaban una cosa, y otros, otra; y como a causa del alboroto el tribuno no podía entender nada con claridad, mandó que lo llevaran a la fortaleza. Al llegar a las gradas, los soldados tuvieron que llevarlo en vilo, pues la multitud estaba muy violenta, y todo el pueblo que venía detrás gritaba: «¡Mátenlo!» Cuando estaban por meter a Pablo en la fortaleza, este le dijo al tribuno: «¿Me permites decirte algo?» Y el tribuno respondió: «¿Sabes griego? ¿Acaso no eres tú aquel egipcio sedicioso, que hace poco se sublevó y llevó al desierto a cuatro mil sicarios?» Pablo le dijo: «No. Soy judío, y nací en Tarso de Cilicia, que no es una ciudad insignificante. Te ruego que me permitas hablar al pueblo.» El tribuno se lo permitió. Entonces Pablo, de pie en las gradas, hizo una señal con la mano al pueblo, para que se callaran. En cuanto hubo silencio, les dijo en arameo

HECHOS 21:5-40 Biblia Dios Habla Hoy (DHH94I)

Pero pasados los siete días, salimos. Todos, con sus mujeres y niños, nos acompañaron hasta fuera de la ciudad, y allí en la playa nos arrodillamos y oramos. Luego nos despedimos y subimos al barco, y ellos regresaron a sus casas. Terminamos nuestro viaje por mar yendo de Tiro a Tolemaida, donde saludamos a los hermanos y nos quedamos con ellos un día. Al día siguiente salimos y llegamos a Cesarea. Fuimos a casa de Felipe el evangelista, que era uno de los siete ayudantes de los apóstoles, y nos quedamos con él. Felipe tenía cuatro hijas solteras, que eran profetisas. Ya hacía varios días que estábamos allí, cuando llegó de Judea un profeta llamado Agabo. Al llegar ante nosotros tomó el cinturón de Pablo, se sujetó con él las manos y los pies, y dijo: —El Espíritu Santo dice que en Jerusalén los judíos atarán así al dueño de este cinturón, y lo entregarán en manos de los extranjeros. Al oír esto, nosotros y los de Cesarea rogamos a Pablo que no fuera a Jerusalén. Pero Pablo contestó: —¿Por qué lloran y me ponen triste? Yo estoy dispuesto, no solamente a ser atado sino también a morir en Jerusalén por causa del Señor Jesús. Como no pudimos convencerlo, lo dejamos, diciendo: —Que se haga la voluntad del Señor. Después de esto, nos preparamos y nos fuimos a Jerusalén. Nos acompañaron algunos creyentes de Cesarea, quienes nos llevaron a casa de un hombre de Chipre llamado Mnasón, que era creyente desde hacía mucho tiempo y que iba a darnos alojamiento. Cuando llegamos a Jerusalén, los hermanos nos recibieron con alegría. Al día siguiente, Pablo fue con nosotros a visitar a Santiago, y allí estaban también todos los ancianos. Pablo los saludó, y luego les contó detalladamente las cosas que Dios había hecho por medio de él entre los no judíos. Cuando lo oyeron, alabaron a Dios. Dijeron a Pablo: —Bueno, hermano, ya ves que entre los judíos hay muchos miles que han creído, y todos ellos insisten en que es necesario seguir la ley de Moisés. Y les han informado que a todos los judíos que viven en el extranjero tú les enseñas que deben renegar de la ley de Moisés, y les dices que no deben circuncidar a sus hijos ni seguir nuestras costumbres. ¿Qué hay de esto? Pues sin duda la gente va a saber que has venido. Lo mejor es que hagas lo siguiente: Hay aquí, entre nosotros, cuatro hombres que tienen que cumplir una promesa. Llévalos contigo, purifícate junto con ellos y paga sus gastos, para que ellos puedan hacerse cortar el cabello. Así todos verán que no es cierto lo que les han dicho de ti, sino que, al contrario, tú también obedeces la ley. En cuanto a los que no son judíos y han creído, ya les hemos escrito nuestra decisión: no deben comer carne que haya sido ofrecida a los ídolos, ni sangre, ni carne de animales estrangulados, y deben evitar los matrimonios prohibidos. Entonces Pablo se llevó a los cuatro hombres, y al día siguiente se purificó junto con ellos; luego entró en el templo para avisar cuándo terminarían los días del cumplimiento de la promesa, es decir, cuándo cada uno de ellos tendría que presentar su ofrenda. Estando ya por terminar los siete días, unos judíos de la provincia de Asia vieron a Pablo en el templo y alborotaron a la gente. Se lanzaron contra Pablo, gritando: «¡Israelitas, ayúdennos! Este es el hombre que anda por todas partes enseñando a la gente cosas que van contra nuestro pueblo, contra la ley de Moisés y contra este templo. Además, ahora ha metido en el templo a unos griegos, profanando este Lugar santo.» Decían esto porque antes lo habían visto en la ciudad con Trófimo de Éfeso, y pensaban que Pablo lo había llevado al templo. Toda la ciudad se alborotó, y la gente llegó corriendo. Agarraron a Pablo y lo arrastraron fuera del templo, cerrando inmediatamente las puertas. Estaban a punto de matarlo, cuando al comandante del batallón romano le llegó la noticia de que toda la ciudad de Jerusalén se había alborotado. El comandante reunió a sus soldados y oficiales, y fue corriendo a donde estaba la gente. Cuando vieron al comandante y a los soldados, dejaron de golpear a Pablo. Entonces el comandante se acercó, arrestó a Pablo y mandó que lo sujetaran con dos cadenas. Después preguntó quién era y qué había hecho. Pero unos gritaban una cosa y otros otra, de modo que el comandante no podía aclarar nada a causa del ruido que hacían; así que mandó llevarlo al cuartel. Al llegar a las gradas del cuartel, los soldados tuvieron que llevar a Pablo a cuestas, debido a la violencia de la gente; porque todos iban detrás, gritando: «¡Muera!» Cuando ya iban a meterlo en el cuartel, Pablo le preguntó al comandante del batallón: —¿Puedo hablar con usted un momento? El comandante le contestó: —¿Sabes hablar griego? Entonces, ¿tú no eres aquel egipcio que hace algún tiempo comenzó una rebelión y salió al desierto con cuatro mil guerrilleros? Pablo le dijo: —Yo soy judío, natural de Tarso de Cilicia, ciudadano de una población importante; pero, por favor, permítame usted hablar a la gente. El comandante le dio permiso, y Pablo se puso de pie en las gradas y con la mano hizo callar a la gente. Cuando se hizo silencio, les habló en hebreo, diciendo

HECHOS 21:5-40 Biblia Reina Valera 1960 (RVR1960)

Cumplidos aquellos días, salimos, acompañándonos todos, con sus mujeres e hijos, hasta fuera de la ciudad; y puestos de rodillas en la playa, oramos. Y abrazándonos los unos a los otros, subimos al barco y ellos se volvieron a sus casas. Y nosotros completamos la navegación, saliendo de Tiro y arribando a Tolemaida; y habiendo saludado a los hermanos, nos quedamos con ellos un día. Al otro día, saliendo Pablo y los que con él estábamos, fuimos a Cesarea; y entrando en casa de Felipe el evangelista, que era uno de los siete, posamos con él. Este tenía cuatro hijas doncellas que profetizaban. Y permaneciendo nosotros allí algunos días, descendió de Judea un profeta llamado Agabo, quien viniendo a vernos, tomó el cinto de Pablo, y atándose los pies y las manos, dijo: Esto dice el Espíritu Santo: Así atarán los judíos en Jerusalén al varón de quien es este cinto, y le entregarán en manos de los gentiles. Al oír esto, le rogamos nosotros y los de aquel lugar, que no subiese a Jerusalén. Entonces Pablo respondió: ¿Qué hacéis llorando y quebrantándome el corazón? Porque yo estoy dispuesto no solo a ser atado, mas aun a morir en Jerusalén por el nombre del Señor Jesús. Y como no le pudimos persuadir, desistimos, diciendo: Hágase la voluntad del Señor. Después de esos días, hechos ya los preparativos, subimos a Jerusalén. Y vinieron también con nosotros de Cesarea algunos de los discípulos, trayendo consigo a uno llamado Mnasón, de Chipre, discípulo antiguo, con quien nos hospedaríamos. Cuando llegamos a Jerusalén, los hermanos nos recibieron con gozo. Y al día siguiente Pablo entró con nosotros a ver a Jacobo, y se hallaban reunidos todos los ancianos; a los cuales, después de haberles saludado, les contó una por una las cosas que Dios había hecho entre los gentiles por su ministerio. Cuando ellos lo oyeron, glorificaron a Dios, y le dijeron: Ya ves, hermano, cuántos millares de judíos hay que han creído; y todos son celosos por la ley. Pero se les ha informado en cuanto a ti, que enseñas a todos los judíos que están entre los gentiles a apostatar de Moisés, diciéndoles que no circunciden a sus hijos, ni observen las costumbres. ¿Qué hay, pues? La multitud se reunirá de cierto, porque oirán que has venido. Haz, pues, esto que te decimos: Hay entre nosotros cuatro hombres que tienen obligación de cumplir voto. Tómalos contigo, purifícate con ellos, y paga sus gastos para que se rasuren la cabeza; y todos comprenderán que no hay nada de lo que se les informó acerca de ti, sino que tú también andas ordenadamente, guardando la ley. Pero en cuanto a los gentiles que han creído, nosotros les hemos escrito determinando que no guarden nada de esto; solamente que se abstengan de lo sacrificado a los ídolos, de sangre, de ahogado y de fornicación. Entonces Pablo tomó consigo a aquellos hombres, y al día siguiente, habiéndose purificado con ellos, entró en el templo, para anunciar el cumplimiento de los días de la purificación, cuando había de presentarse la ofrenda por cada uno de ellos. Pero cuando estaban para cumplirse los siete días, unos judíos de Asia, al verle en el templo, alborotaron a toda la multitud y le echaron mano, dando voces: ¡Varones israelitas, ayudad! Este es el hombre que por todas partes enseña a todos contra el pueblo, la ley y este lugar; y además de esto, ha metido a griegos en el templo, y ha profanado este santo lugar. Porque antes habían visto con él en la ciudad a Trófimo, de Éfeso, a quien pensaban que Pablo había metido en el templo. Así que toda la ciudad se conmovió, y se agolpó el pueblo; y apoderándose de Pablo, le arrastraron fuera del templo, e inmediatamente cerraron las puertas. Y procurando ellos matarle, se le avisó al tribuno de la compañía, que toda la ciudad de Jerusalén estaba alborotada. Este, tomando luego soldados y centuriones, corrió a ellos. Y cuando ellos vieron al tribuno y a los soldados, dejaron de golpear a Pablo. Entonces, llegando el tribuno, le prendió y le mandó atar con dos cadenas, y preguntó quién era y qué había hecho. Pero entre la multitud, unos gritaban una cosa, y otros otra; y como no podía entender nada de cierto a causa del alboroto, le mandó llevar a la fortaleza. Al llegar a las gradas, aconteció que era llevado en peso por los soldados a causa de la violencia de la multitud; porque la muchedumbre del pueblo venía detrás, gritando: ¡Muera! Cuando comenzaron a meter a Pablo en la fortaleza, dijo al tribuno: ¿Se me permite decirte algo? Y él dijo: ¿Sabes griego? ¿No eres tú aquel egipcio que levantó una sedición antes de estos días, y sacó al desierto los cuatro mil sicarios? Entonces dijo Pablo: Yo de cierto soy hombre judío de Tarso, ciudadano de una ciudad no insignificante de Cilicia; pero te ruego que me permitas hablar al pueblo. Y cuando él se lo permitió, Pablo, estando en pie en las gradas, hizo señal con la mano al pueblo. Y hecho gran silencio, habló en lengua hebrea, diciendo

HECHOS 21:5-40 La Biblia de las Américas (LBLA)

Y pasados aquellos días partimos y emprendimos nuestro viaje mientras que todos ellos, con sus mujeres e hijos, nos acompañaron hasta las afueras de la ciudad. Después de arrodillarnos y orar en la playa, nos despedimos unos de otros. Entonces subimos al barco y ellos regresaron a sus hogares. Terminado el viaje desde Tiro, llegamos a Tolemaida, y después de saludar a los hermanos, nos quedamos con ellos un día. Al día siguiente partimos y llegamos a Cesarea, y entrando en la casa de Felipe, el evangelista, que era uno de los siete, nos quedamos con él. Este tenía cuatro hijas doncellas que profetizaban. Y deteniéndonos allí varios días, descendió de Judea cierto profeta llamado Agabo, quien vino a vernos, y tomando el cinto de Pablo, se ató las manos y los pies, y dijo: Así dice el Espíritu Santo: «Así atarán los judíos en Jerusalén al dueño de este cinto, y lo entregarán en manos de los gentiles». Al escuchar esto, tanto nosotros como los que vivían allí le rogábamos que no subiera a Jerusalén. Entonces Pablo respondió: ¿Qué hacéis, llorando y quebrantándome el corazón? Porque listo estoy no solo a ser atado, sino también a morir en Jerusalén por el nombre del Señor Jesús. Como no se dejaba persuadir, nos callamos, diciéndonos: Que se haga la voluntad del Señor. Después de estos días nos preparamos y comenzamos a subir hacia Jerusalén. Y nos acompañaron también algunos de los discípulos de Cesarea, quienes nos condujeron a Mnasón, de Chipre, un antiguo discípulo con quien deberíamos hospedarnos. Cuando llegamos a Jerusalén, los hermanos nos recibieron con regocijo. Y al día siguiente Pablo fue con nosotros a ver a Jacobo, y todos los ancianos estaban presentes. Y después de saludarlos, comenzó a referirles una por una las cosas que Dios había hecho entre los gentiles mediante su ministerio. Y ellos, cuando lo oyeron, glorificaban a Dios y le dijeron: Hermano, ya ves cuántos miles hay entre los judíos que han creído, y todos son celosos de la ley; y se les ha contado acerca de ti, que enseñas a todos los judíos entre los gentiles que se aparten de Moisés, diciéndoles que no circunciden a sus hijos ni observen las tradiciones. Entonces, ¿qué es lo que se debe hacer? Porque sin duda la multitud se reunirá pues oirán que has venido. Por tanto, haz esto que te decimos: Tenemos cuatro hombres que han hecho un voto; tómalos y purifícate junto con ellos, y paga sus gastos para que se rasuren la cabeza; y todos sabrán que no hay nada cierto en lo que se les ha dicho acerca de ti, sino que tú también vives ordenadamente, acatando la ley. Pero en cuanto a los gentiles que han creído, nosotros les hemos escrito, habiendo decidido que deben abstenerse de lo sacrificado a los ídolos, de sangre, de lo estrangulado y de fornicación. Entonces Pablo tomó consigo a los hombres, y al día siguiente, purificándose junto con ellos, fue al templo, notificando de la terminación de los días de purificación, hasta que el sacrificio se ofreciera por cada uno de ellos. Cuando estaban para cumplirse los siete días, los judíos de Asia, al verlo en el templo, comenzaron a incitar a todo el pueblo, y le echaron mano, gritando: ¡Israelitas, ayudadnos! Este es el hombre que enseña a todos, por todas partes, contra nuestro pueblo, la ley y este lugar; además, incluso ha traído griegos al templo, y ha profanado este lugar santo. Pues anteriormente habían visto a Trófimo el efesio con él en la ciudad, y pensaban que Pablo lo había traído al templo. Se alborotó toda la ciudad, y llegó el pueblo corriendo de todas partes; apoderándose de Pablo lo arrastraron fuera del templo, y al instante cerraron las puertas. Mientras procuraban matarlo, llegó aviso al comandante de la compañía romana que toda Jerusalén estaba en confusión. Inmediatamente tomó consigo algunos soldados y centuriones, y corrió hacia ellos; cuando vieron al comandante y a los soldados, dejaron de golpear a Pablo. Entonces el comandante llegó y lo prendió, y ordenó que lo ataran con dos cadenas; y preguntaba quién era y qué había hecho. Pero entre la muchedumbre unos gritaban una cosa y otros otra, y como él no pudo averiguar con certeza los hechos, debido al tumulto, ordenó que lo llevaran al cuartel. Cuando llegó a las gradas, sucedió que los soldados tuvieron que cargarlo por causa de la violencia de la turba; porque la multitud del pueblo lo seguía, gritando: ¡Muera! Cuando estaban para meter a Pablo en el cuartel, dijo al comandante: ¿Puedo decirte algo? Y él dijo*: ¿Sabes griego? ¿Entonces tú no eres el egipcio que hace tiempo levantó una revuelta, y sacó los cuatro mil hombres de los asesinos al desierto? Pablo respondió: Yo soy judío de Tarso de Cilicia, ciudadano de una ciudad no sin importancia; te suplico que me permitas hablar al pueblo. Cuando el comandante le concedió el permiso, Pablo, de pie sobre las gradas, hizo señal al pueblo con su mano, y cuando hubo gran silencio, les habló en el idioma hebreo, diciendo

HECHOS 21:5-40 Nueva Traducción Viviente (NTV)

Cuando regresamos al barco al final de esa semana, toda la congregación, incluidos las mujeres y los niños, salieron de la ciudad y nos acompañaron a la orilla del mar. Allí nos arrodillamos, oramos y nos despedimos. Luego abordamos el barco y ellos volvieron a casa. Después de dejar Tiro, la siguiente parada fue Tolemaida, donde saludamos a los hermanos y nos quedamos un día. Al día siguiente, continuamos hasta Cesarea y nos quedamos en la casa de Felipe el evangelista, uno de los siete hombres que habían sido elegidos para distribuir los alimentos. Tenía cuatro hijas solteras, que habían recibido el don de profecía. Varios días después, llegó de Judea un hombre llamado Ágabo, quien también tenía el don de profecía. Se acercó, tomó el cinturón de Pablo y se ató los pies y las manos. Luego dijo: «El Espíritu Santo declara: “De esta forma será atado el dueño de este cinturón por los líderes judíos en Jerusalén y entregado a los gentiles”». Cuando lo oímos, tanto nosotros como los creyentes del lugar le suplicamos a Pablo que no fuera a Jerusalén. Pero él dijo: «¿Por qué todo este llanto? ¡Me parten el corazón! Yo estoy dispuesto no solo a ser encarcelado en Jerusalén, sino incluso a morir por el Señor Jesús». Al ver que era imposible convencerlo, nos dimos por vencidos y dijimos: «Que se haga la voluntad del Señor». Después de esto, empacamos nuestras cosas y salimos hacia Jerusalén. Algunos creyentes de Cesarea nos acompañaron y nos llevaron a la casa de Mnasón, un hombre originario de Chipre y uno de los primeros creyentes. Cuando llegamos, los hermanos de Jerusalén nos dieron una calurosa bienvenida. Al día siguiente, Pablo fue con nosotros para encontrarnos con Santiago, y todos los ancianos de la iglesia de Jerusalén estaban presentes. Después de saludarlos, Pablo dio un informe detallado de las cosas que Dios había realizado entre los gentiles mediante su ministerio. Después de oírlo, alabaron a Dios. Luego dijeron: «Tú sabes, querido hermano, cuántos miles de judíos también han creído, y todos ellos siguen muy en serio la ley de Moisés; pero se les ha dicho a los creyentes judíos de aquí, de Jerusalén, que tú enseñas a todos los judíos que viven entre los gentiles que abandonen la ley de Moisés. Ellos han oído que les enseñas que no circunciden a sus hijos ni que practiquen otras costumbres judías. ¿Qué debemos hacer? Seguramente se van a enterar de tu llegada. »Queremos que hagas lo siguiente: hay entre nosotros cuatro hombres que han cumplido su voto; acompáñalos al templo y participa con ellos en la ceremonia de purificación, y paga tú los gastos para que se rapen la cabeza según el ritual judío. Entonces todos sabrán que los rumores son falsos y que tú mismo cumples las leyes judías. »En cuanto a los creyentes gentiles, ellos deben hacer lo que ya les dijimos en una carta: abstenerse de comer alimentos ofrecidos a ídolos, de consumir sangre o la carne de animales estrangulados, y de la inmoralidad sexual». Así que, al día siguiente, Pablo fue al templo con los otros hombres. Ya comenzado el ritual de purificación, anunció públicamente la fecha en que se cumpliría el tiempo de los votos y se ofrecerían sacrificios por cada uno de los hombres. Cuando estaban por cumplirse los siete días del voto, unos judíos de la provincia de Asia vieron a Pablo en el templo e incitaron a una turba en su contra. Lo agarraron mientras gritaban: «¡Hombres de Israel, ayúdennos! Este es el hombre que predica en contra de nuestro pueblo en todas partes y les dice a todos que desobedezcan las leyes judías. Habla en contra del templo, ¡y hasta profana este lugar santo llevando gentiles adentro!». (Pues más temprano ese mismo día lo habían visto en la ciudad con Trófimo, un gentil de Éfeso, y supusieron que Pablo lo había llevado al templo). Toda la ciudad fue estremecida por estas acusaciones y se desencadenó un gran disturbio. Agarraron a Pablo y lo arrastraron fuera del templo e inmediatamente cerraron las puertas detrás de él. Cuando estaban a punto de matarlo, le llegó al comandante del regimiento romano la noticia de que toda Jerusalén estaba alborotada. De inmediato el comandante llamó a sus soldados y oficiales y corrió entre la multitud. Cuando la turba vio que venían el comandante y las tropas, dejaron de golpear a Pablo. Luego el comandante lo arrestó y ordenó que lo sujetaran con dos cadenas. Le preguntó a la multitud quién era él y qué había hecho. Unos gritaban una cosa, y otros otra. Como no pudo averiguar la verdad entre todo el alboroto y la confusión, ordenó que llevaran a Pablo a la fortaleza. Cuando Pablo llegó a las escaleras, la turba se puso tan violenta que los soldados tuvieron que levantarlo sobre sus hombros para protegerlo. Y la multitud seguía gritando desde atrás: «¡Mátenlo! ¡Mátenlo!». Cuando estaban por llevarlo adentro, Pablo le dijo al comandante: —¿Puedo hablar con usted? —¿¡Hablas griego!? —le preguntó el comandante, sorprendido—. ¿No eres tú el egipcio que encabezó una rebelión hace un tiempo y llevó al desierto a cuatro mil miembros del grupo llamado “Los Asesinos”? —No —contestó Pablo—, soy judío y ciudadano de Tarso de Cilicia, que es una ciudad importante. Por favor, permítame hablar con esta gente. El comandante estuvo de acuerdo, entonces Pablo se puso de pie en las escaleras e hizo señas para pedir silencio. Pronto un gran silencio envolvió a la multitud, y Pablo se dirigió a la gente en su propia lengua, en arameo.