Tiempo después, dos prostitutas fueron a presentarse ante el rey. Una de ellas le dijo: —Mi señor, esta mujer y yo vivimos en la misma casa. Mientras ella estaba allí conmigo, yo di a luz y a los tres días también ella dio a luz. No había en la casa nadie más que nosotras dos. »Pues bien, una noche esta mujer se acostó encima de su hijo y el niño murió. Pero ella se levantó a medianoche, mientras yo dormía, y, tomando a mi hijo, lo acostó junto a ella y puso a su hijo muerto a mi lado. Cuando amaneció, me levanté para amamantar a mi hijo, ¡y me di cuenta de que estaba muerto! Pero, al clarear el día, lo observé bien y pude ver que no era el hijo que yo había dado a luz». —¡No es cierto! —exclamó la otra mujer—. ¡El niño que está vivo es el mío y el muerto es el tuyo! —¡Mientes! —insistió la primera—. El niño muerto es el tuyo y el que está vivo es el mío. Y se pusieron a discutir delante del rey. El rey deliberó: «Una dice: “El niño que está vivo es el mío y el muerto es el tuyo”. Y la otra dice: “¡No es cierto! El niño muerto es el tuyo y el que está vivo es el mío”». Entonces ordenó: —Tráiganme una espada. Cuando se la trajeron, dijo: —Partan en dos al niño que está vivo y denle una mitad a esta y la otra mitad a aquella. La verdadera madre, angustiada por su hijo, dijo al rey: —¡Por favor, mi señor! ¡Dele usted a ella el niño que está vivo, pero no lo mate! En cambio, la otra exclamó: —¡Ni para mí ni para ti! ¡Que lo partan! Entonces el rey ordenó: —No lo maten. Entréguenle a la primera el niño que está vivo, pues ella es la madre.
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