Pero el rey de Aram había ordenado a sus treinta y dos comandantes de los carros de combate: «No luchen contra nadie, grande o pequeño, salvo contra el rey de Israel». Cuando los comandantes de los carros vieron a Josafat, pensaron: «Sin duda, este es el rey de Israel». Así que se volvieron para atacarlo; pero Josafat gritó. Entonces los comandantes de los carros vieron que no era el rey de Israel y dejaron de perseguirlo. Sin embargo, alguien disparó su arco al azar e hirió al rey de Israel entre las piezas de su armadura. El rey ordenó al que conducía su carro: «Da la vuelta y sácame del campo de batalla, pues me han herido». Todo el día arreció la batalla y al rey se le mantuvo de pie en su carro, frente a los arameos. Pero la sangre de su herida no dejaba de correr por el piso del carro; esa misma tarde Acab murió. Ya se ponía el sol cuando por todo el ejército se difundió un clamor: «Cada hombre a su ciudad. ¡Todo el mundo a su tierra!».
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